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POR MARINA AIZEN

Casas arrancadas de cuajo en Alemania, convertidas en escombros flotantes entre remolinos que se aceleran bruscamente. Personas atrapadas en el subte de Zhengzhou, China, con el agua hasta los hombros, tratando de registrar con el celular en alto lo que acaso podrían haber sido las últimas imágenes de sus vidas. Los centros de Londres y Nueva York transformados en lagunas. Más de 50° de calor en el Ártico de Canadá. Incendios en Siberia y en la costa oeste de los Estados Unidos, que sufre una sequía histórica en el 95% de su territorio. El río Paraná, en la Argentina, con una sed que no recuerda y que pone en jaque no sólo a millones de personas y la increíble biodiversidad que contiene, sino también a la infraestructura fluvial y eléctrica. 

Todo esto, y más… solo en julio. La crisis planetaria nos impacta de lleno y nadie está a salvo, ni siquiera las naciones más ricas. Sin embargo, por alguna razón, la disonancia cognitiva se impone a la hora de discutir el presente y el futuro, envolviéndonos en una falsa narrativa de ambiente versus desarrollo. Es como si la realidad pasara por un lado y las ambiciones, por otro.

La invisibilización del estado actual del mundo no facilita la solución de los sempiternos problemas económicos ni saca a sus habitantes más pobres de su situación calamitosa. Por el contrario, retrasa todo, porque elude en los términos del debate a los terribles desafíos que tenemos enfrente y que, por más que insistamos en ocultarlos, nos pegan y nos seguirán pegando cada vez peor.

La atmósfera cada vez más caliente está reescribiendo todas las reglas de la vida. Si no lo logramos entender, no vamos a saber dónde estamos parados para vivir, comer y, en definitiva, estar a salvo. El cambio climático no es una película de ciencia ficción. Es la realidad transformándose de manera imprevisible y abrupta. Cada aumento de la temperatura, por pequeño que sea, nos condicionará más y más. Evitar que siga subiendo no es sólo un deber moral: es una cuestión de supervivencia pura.

¿Cómo sustraerse de esto a la hora de pensar el presente y el futuro? ¿Por qué apostar a seguir tirando de la piola como si no estuviéramos en verdadero peligro? En un intento por acallar este debate, el ambientalismo está recibiendo el mote de “bobo” o “falopa”, pero, ¿quién es más bobo: el que reconoce la encrucijada en la que estamos o el que se tapa los ojos para no verla?

Impactos profundos

El cambio climático ya ha afectado mucho a la economía de nuestro país. Es imposible sacar todos los cálculos de los costos. Pero el Banco Mundial hizo algunas cuentas. Dice, por ejemplo: “La grave sequía que sufrió la Argentina a principios de 2018 tuvo un impacto directo en la economía, al causar más de la mitad de la caída de la actividad económica de ese año, cuando el PBI cayó un 2,5% impulsado también por la conmoción financiera y la depreciación del peso que se produjo desde abril de ese año”.

Con eso se terminó por sepultar el gobierno de Macri. A Cristina Kirchner le había sucedido algo parecido en 2008, según el mismo estudio. Es que, mezclado con otros factores, como colapsos financieros, el clima puede desviar y destruir cualquier política. Y no sólo coyuntural. El Banco Mundial advierte que las inundaciones, que se proyectan como más problemáticas en un futuro más caliente, dejarán en la pobreza permanente a generaciones enteras de argentinos. Del agua no se recompone la sociedad fácilmente.

Es una pena que, ante la crisis planetaria, tanto progresistas como intelectuales que se han ganado cierto prestigio en la Argentina hagan de negacionistas usando una receta idéntica a la que utiliza el partido republicano en los Estados Unidos. Y que propongan como soluciones para la Argentina el mismo camino que nos ha llevado al desastre. No sólo son irresponsables. Juegan con fuego. Se enojan con la gente que, con justa razón, no quiere que  sus territorios se vuelvan zonas de sacrificio y se envuelven en abstractas banderas de progreso como si nada hubiera sucedido. En realidad, lo que están haciendo es dar la batalla narrativa que sólo le sirve a los poderosos, a los mismos que nos llevaron a este lugar de desolación. Son los que venden Vaca Muerta o el petróleo offshore como panacea, la megaminería o expandir eternamente la frontera agropecuaria. 

arHay que ponerle mucho ojo a las falsas narrativas a medida que la transición hacia una economía baja en emisiones se haga más inexorable, porque el pasado se va a resistir a no transformarse. Volverse vocero del diablo en estas circunstancias no parece ser la vía para proteger a los más débiles. Más bien, todo lo contrario.

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